1974 fue un año trágico. Murió Duke Ellington, quizá el director de orquesta de jazz más importante del siglo XX, y por tanto de la historia del jazz. Y Alemania perpetró su segundo crimen de lesa humanidad. El primero fue la crianza del nazismo. El segundo, la derrota de la Naranja Mecánica de Johann Cruyff en la final del Campeonato Mundial de Fútbol.
Antes, en las semifinales, se habían enfrentado Brasil y Holanda. Los brasileños eran una manada de negros recién secuestrada de las favelas, pura fibra, todo músculo, heredera directa de las escuelas de culturismo que por entonces despuntaban en Europa del Este. Le acompañaba un jugador de dudosa técnica y belleza bárbara, con aspecto de surfero, Marinho Chagas, el Beckham de la época, al que el Barça había intentado fichar sin éxito. La directiva culé le buscó una mujer catalana para desposarlo y, sobre todo, para nacionalizarlo, dada las restricciones impuestas en las alineaciones de la época. Él encontró muchas sin necesidad de ayuda pero prefirió volver a las playas de Copacabana y a los tangas cariocas antes que casarse con una catalana.
Desde los primeros instantes del partido, se observaba un Brasil agreste, violento, físico, desconfiado de sus posibilidades ante el talento que tenía enfrente. Bucle trágico de la canarinha que había deslumbrado al mundo en el 70.
Enfrente estaba el talento, sí. Holanda. Quizá la mayor revolución padecida por el fútbol en el siglo XX, y por tanto en la historia del fútbol. A esas alturas, las maneras ultradefensivas ya se habían impuesto, aunque la técnica del fuera de juego todavía estaba poco madurada y a los jueces de línea les costaba tanto entender esta regla como a las mujeres de barrio. Daba igual, Holanda jugaba con tan sólo tres defensas adelantados hasta la línea de cal del medio campo, todos atacaban y todos defendían, el arquero lucía el número 8 y Cruyff jugaba de medio centro, de extremo izquierda y de delantero matador al mismo tiempo. Bajaba a recibir el balón a su área para confeccionar el ataque, él solito o con Neeskens, en una zona tan despoblada de defensas que a un aficionado contemporáneo le pareciera que los campos eran por aquel entonces más grandes; o bien percutía por la banda izquierda una y otra vez, para desánimo del referee, que una y otra vez tenía que castigar los recursos de los rivales con cartulinas amarillas; o bien se erigía como destino final de sus compañeros. Qué coreografía. El fútbol total. La Naranja Mecánica. “La desorganización organizada”, tituló un periodista brasileño.
Detrás del talento de sus futbolistas, se escondía un andamiaje táctico hilvanado por Rinus Michels tan eficaz y sencillo como atractivo para la vista. El fútbol en el alambre. Por sus riesgos. Cada contra de los brasileños suponía una ocasión de gol. Pero esta manera de jugar dejaba como único recurso a la otrora todopoderosa Brasil, junto a las patadas, el contragolpe. El balón y el partido eran holandeses.
Han pasado 31 años desde entonces, pero parece un capítulo de la protohistoria. Apenas quedan los rescoldos. Algunos de los cuales, no obstante, empiezan a prender de nuevo. El 19 de noviembre se enfrentan en el estadio Santiago Bernabéu el Real Madrid brasileño de Vanderlei Luxemburgo y el F.C. Barcelona holandés de Frank Rijkaard.