sábado, diciembre 31, 2005

‘Tratado para la desesperanza’ (1) [Y Feliz Ano]

El Tratado para la desesperanza de Hans nace a modo de remedo contemporáneo del ilustre Diccionario de lugares comunes de Gustave Flaubert, obra redactada por el escritor francés a mediados del siglo XIX con objeto de recopilar las memeces que corrían de boca en boca entre sus paisanos. Ejemplos:
LANGOSTA: la hembra del bogavante.
NEGRAS: son más calientes que las blancas.
ERECCIÓN: es algo que sólo debe decirse para referirse a los monumentos.

El propósito del Tratado es rescatar de la comodidad frases hechas, expresiones gastadas, tópicos, eufemismos, tabúes, interpretaciones malintencionadas y/o políticamente correctas… lugares comunes. Rescate, primero, para, a continuación, lograr que por lo menos se pongan coloraos tanto los emisores como los propios significantes per se.
Se admiten aportaciones.
Por justicia o injusticia poéticas, Hans, siempre que lo considere necesario, omitirá a los responsables.
La gema que inaugura el Tratado es la siguiente:

―“Hans, necesito dar un giro de 360 grados a mi vida”

miércoles, diciembre 28, 2005

Siempre que te pregunto que cuándo, cómo y dónde

Hans lo tiene claro. El día que confíe tanto en su lucidez como para pedirle la mano a una mujer lo hará en Alcampo. En la gasolinera. En el tren de superlavado para coches. Nada de islas paradisíacas a la luz de la luna y bajo el rumor de las olas. Nada de valles de aguas nitrogenadas bañados en estrellas. Nada de eso y el programa de tres jabones. Cada uno tiene el romanticismo que tiene.

Lugar cautivador desde la infancia. Allí donde pensaba que la mafia siciliana pergeñaba sus negociados. Donde su padre le cedía las llaves, le dejaba solo en las entrañas del coche con el motor en punto muerto y oculto en un abrigo de espuma y le regalaba la responsabilidad de sacarlo cuando la luz del semáforo se pusiera verde.

Tendrá apenas 4 minutos y 40 segundos. El tiempo suficiente para perfilarse junto al freno de mano, sacar la alianza y prometerle a su amada amor eterno y la certeza de que será la mujer más feliz de su calle. El tiempo justo para descubrir, al final, cuando ella empiece a llorar, si la máquina de secado es tan potente como para limpiarle las mejillas de tanta lágrima de felicidad infinita.

sábado, diciembre 24, 2005

Alusiones, elusiones, ilusiones


Un concertista siciliano en el proscenio del Teatro Real de Madrid en un momento de su actuación el pasado lunes (DETALLE) / Hans G.

“Cuánta tos”, sentenció Battiato en el templo de la música culta en Madrid. La platea, que guardaba un silencio respetuoso a la espera de una nueva interpretación, jaleó el gesto. Ya estaba entregada.
Música culta, al menos eso revela el programa. La prueba del nueve para los adjetivos reside en los antónimos. Si no aguantan, es que algo falla. Veamos: música inculta. Rechina. Se puede ser un entendido en el arte, un musicólogo o melómano o hasta un musicómano, y no saber adjetivar. Y entonces el lector tiene que armarse su propia interpretación. Algo así como que, ciertamente, no es lo mismo cantar acompañado de 18 violines, 6 altos, 6 chelos, 3 contrabajos, piano de cola, sintetizador, oboe, clarinete… que junto a un baterista, un bajo y un guitarra que tocan de oído sin saber qué es saber tocar de oído.

―¿Qué es un genio en música? ―preguntó Buk a T. mientras apuraba su quinto ron negrita en el Calle 76.
―El que puede tocar de oído, aquél que es capaz de descifrar una nota en una escala sin referencia alguna ―respondió el baterista de jazz, que, moviendo desordenadamente las manos, añadió:― El abanico de notas posibles se abre casi hasta el infinito. Eso es terrible. Michel Camilo es terrible.

El concierto comenzó con el poeta y filósofo Manlio Sgalambro en escena. Si existiera Johann Sebastian Mastropiero, el compositor fabulado por Les Luthiers, sería como Sgalambro. Brazos caídos, pies grandes, pelo cano, formas alejandrinas. 'Teoría sobre Sicilia', recitó. Una oda a la pesadumbre que genera toda insularidad.

Franco Battiato no es un genio. Su voz rasgada arrastra el paso de sus 60 años. Pero con la misma sencillez hace progressive pop, que dirige una película, compone una ópera o se presenta en el templo madrileño de la música clásica y canta durante dos horas y media en cinco idiomas con la Orquesta Filarmonía ante un público tan mestizo como su trayectoria artística. Al Teatro Real acudió desde lo más granado de la sociedad madrileña hasta una pareja de lesbianas que no paró de darse el lote y hacerse fotografías o un chaval tan decepcionado (“¡¡en el disco no sonaba así!!”) que ponía en órbita su dedo corazón a la mínima ocasión.
Y Battiato sentado en una alfombra. “Vamos a quemar la noche”.

Rafael Chirbes recoge en su libro de ensayos El novelista perplejo unas palabras que escribió el poeta italiano Cesare Pavese en El oficio de vivir:
“Incluso cuando sentimos un latido de alegría al encontrar un adjetivo acoplado con felicidad a un sustantivo, que nunca se vieron juntos, no es el estupor por la elegancia de la cosa, por la prontitud del ingenio, por la habilidad técnica del poeta lo que nos impresiona, sino la maravilla ante la nueva realidad sacada a la luz”.
Pavese dimitió. Se jubiló anticipadamente. Se suicidó en una habitación del Hotel Roma en Turín hace más de cincuenta años.
Pero tenemos la música de Franco Battiato, que es como un feliz adjetivo. Y el lunes este talentoso siciliano adjetivó como nunca.

lunes, diciembre 19, 2005

'Y todo gira en torno...'


Tejados de aguas imposibles. Tejados expresionistas, histriónicos, capaces de dibujar trazas geométricas tan vitales que parecen estar en movimiento. Tejados nevados. Quiero veros bailar.
Las agujas apuntan al cielo. El misticismo de unas iglesias con planta de cruz griega no va más allá de las conciencias. Permanece en el teatro de la calle. Busca un centro de gravedad permanente.
En el pavimento la ciudad bulle. Con sus anhelos, sus tristezas, sus miserias, sus despechos, sus motivos para levantarse cada día con ganas de ser feliz. Un hombre, mientras, compra cigarrillos turcos en la esquina.

Todo está en sus canciones.

En las letras de uno de los mayores talentos concebidos por la Italia pre-silvioberlusconiana junto con Darío Fo, Paolo Conte, Marcelo Mastroianni, Baresi, Nani Moretti, Johann Sebastian Mastropiero, Modigliani o la lasaña verde al horno.
En un escenario como el Teatro Real.
Con tantos violines y violonchelos como para llenar 2 ó 15 Piazzas Navonas.
Más que una cita. Una deuda. Y Hans se la va a cobrar.
Con o sin gabardina.

miércoles, diciembre 14, 2005

Monólogo dialogado

A todos aquellos que han pergeñado o colaborado en la redacción del Estatut de Cataluña.

Por su esfuerzo en querer expresar con más de 40.000 palabras para una Comunidad Autónoma, lo que con apenas 10.000 dice la Constitución española para todo el Estado.
Porque si Stendhal (quien confesaba que antes de ponerse a escribir leía siempre dos o tres artículos del código civil) lo hubiera tenido en sus manos, no habría escrito La Cartuja de Parma: tras sufrir el ‘síndrome de Stendhal’ en sus propias carnes habría sido capaz de narrar todos los clásicos decimonónicos en un par de meses.
Por su contumacia en la pretensión de parecerse al Mariscal de Mac-Mahon, quien, tratando de convencer a su auditorio sobre los estragos de la fiebre tifoidea, explicó: “La fiebre tifoidea es algo terrible: o te mata o te deja idiota. Lo sé bien porque la tuve.”
Por demostrarnos, con Martin Walser en Una fuente inagotable, que: “Mientras algo es no es lo que habrá sido”, y también: “Cuando sucedía lo que ahora decimos que sucedió no sabíamos que sucedía”. Y nosotros no lo sabíamos.
Por, en definitiva, volcarse con tanta solidaridad en hacernos comprender que ellos no son nosotros y que nosotros somos los otros.


Observa detenidamente el portero automático y, tras dudar unos segundos, pulsa el botón situado en la última fila de la derecha. El primero empezando por arriba. Ha tenido un pálpito. Podría llamarla al móvil y preguntarle dónde vive, cuál es su número, pero le gusta el juego. El riesgo. Le apasionan los desafíos. Además, ya es la quinta vez que la visita. En un mes. Y hoy es trece. Y martes. Y aborrece las supercherías. Vuelve a llamar. Sabe con certeza forense que ella vive allí.

―Sí, ¿quién es? ―responde una voz de contralto.
―Soy yo ―replica el amante (el amante de la voz de contralto, siempre y cuando no se haya equivocado).
―Vaya, qué casualidad. Somos la misma persona. Yo también soy yo.
―¿Perdona?
―Vamos a ver. Soy yo desde hace treinta y siete años. Yo ¿desde hace cuanto tiempo es yo?
―Eeeh… pues… yo treinta, treinta y dos... ¿Qué?
―No puede ser. Entonces yo no es yo. Y yo, francamente, estoy segurísima de que soy yo. ¿No será io, con ‘i’ latina o perteneciente o relativa a los pueblos del Lacio?
―No, no, yo soy de aquí…
―Mire, vamos a dejarlo, porque, además, ¡si es igual! No quiero ser egoísta o egotista o hasta ególatra pero, aunque sea yo, no hace falta que suba, porque yo ya estoy aquí. Un abrazo.

Se oye un leve pitido estridente. La voz que hablaba ha colgado. Levanta la cabeza y vuelve a teclear el telefonillo, esta vez el segundo botón de la última fila de la derecha. Empezando por arriba. Ahora sin pálpitos y con muy mala hostia.

― ¿Sí? ―contesta una voz de mezzo-soprano.
― ¿Marina, eres tú? ―pregunta yo.
―Sí, soy yo.
―Joder, otra vez me he equivocado.

lunes, diciembre 12, 2005

En la estancia

“Dice un famoso escritor americano, entretenido en la razón imaginada (o imaginación razonada), que es más fácil enamorar a una mujer que fabricar cielos”. Eso le escribió Hans a Hyacinta hace unos años con el firme propósito de conquistar su corazón.

“Yo creo que sólo con una mujer se pueden fabricar cielos”. Concluyó.

Con el paso del tiempo, Hyacinta le reveló que la conquista había comenzado unos pocos días antes, con otras palabras, cuando, en un minúsculo papel amarillo, le había escrito:
“La mujer es un mal necesario”.

Sigue. El paso del tiempo. Hans está ahora sentado en un sofá ajeno, en una estancia apenas iluminada por una bombilla de cuarenta vatios. La luz se esconde tras una celosía de madera. Los brazos, en el regazo. Silencio. La mirada vaga perdida pero logra, al fin, concentrarse en algo. Cruza los ventanales madrileños, sale a la calle y permanece fija en la casa de señoras putas que está radicada en la acera de enfrente. Un burdel casero, de barrio, el ‘Moet & Chandon’. Hoy ninguna dama ha ido a trabajar.

Hoy, Hans empieza a dudar de ello. Quizá la mujer no sea un mal necesario. Quizá pueda prescindir de él. Quizá no. Sin embargo tiene una certidumbre. Está en deuda con ella. Sabe que le tiene que fabricar un cielo. Ignora el color, y cuándo, pero se lo va a fabricar.

miércoles, diciembre 07, 2005

En la biblioteca

Una mujer de veintiocho años y pómulos nórdicos entrará por la puerta de la biblioteca. Tú estarás sentado en un ordenador buscando una referencia bibliográfica. Llegará, se sentará a tu lado y empezará a teclear el ordenador. La mirarás y, decidido, sin masticar tus palabras, le preguntarás:
―Perdona ¿tú no te habías muerto el otro día?

Te devolverá la mirada, apretará la mandíbula y cuando vea en ti la cara de confusión se levantará estremecida de su silla. Entonces lo comprenderás y te disculparás y le justificarás que es el insomnio, que no has dormido, que es por sus ojos profundos, azules, por sus pómulos, por su pelo rubio y su piel de mármol y porque es alta y muy delgada; porque rezuma inteligencia; que es, en definitiva, porque la has confundido con Jennifer Rockwell, la mujer que parece que se acaba de pegar tres tiros con un revolver del 22, que se ha suicidado en ‘Tren nocturno’, la novela de Martin Amis que estás leyendo, ¿conoces a Martin Amis?, ¿te gusta?, le preguntarás y te mirará ya enfurecida, aborrece los juegos macabros, te volverás a disculpar, no, de verdad, no fue mi intención, dirás. Pero no te creerá. Se recogerá el pelo tras la oreja, no parpadeará, cerrará su carpeta, no hay insomnio, no hay ojos azules, ni ojos profundos, ni personajes de ficción que le sirvan como disculpa porque ella sólo sentirá que la has matado.

Una mujer de veintiocho años y pómulos nórdicos entra por la puerta de la biblioteca.

domingo, diciembre 04, 2005

Sonata para Piano No.14, Op.27, No.2 in C sharp minor ‘La chica del té’

I. Adagio sostenuto (attacca:) ………………………………....218 palabras

Con un leve gesto que duró años consigue deshacerse de un cielo crepuscular para adentrarse en una realidad de tungsteno. Un movimiento de muñeca, otro de cadera, un paso, otro paso, levanta la cabeza y por fin puede contemplar el ajetreo de la cafetería. La vida de la universidad se hace allí. Es pronto, poco más de las seis y media de la tarde, las mesas aún están pobladas. Él no tiene prisa. Quiere un café. Le sobra el tiempo. Todo. Camina y arrastra el peso de su sombra hacia la máquina expendedora de tickets. Vuelve a la barra. Le viene a la memoria un fogonazo de su infancia.
―Me gustaba tomar el café con doce cucharadas de azúcar. Ahora, en cambio, no ―confiesa al camarero.
―¿Algo más? ―le responde.
Está solo en la barra. Torpe, tira el azucarillo al suelo. Lo mira con desdén. Cuando lo va a recoger, todavía inclinado, ve como se aproxima una chica con unos zapatos de rayas atigradas blancas y negras y se coloca, paralela, a cinco metros de él. Tenía un té escarlata sobre la mesa, que esperaba, paciente.

La chica sonríe, le mira a los ojos, sonríe un poco más, se toca la comisura de los labios y le dice:
―Sí. El color de mi té es muy curioso… ¿Verdad?


II. Allegretto ……………………………………………...........209 palabras

Todavía se le reflejaban los haces de un cielo naranja quemado sobre la espalda cuando entró en la cafetería. Mucho ruido. La atmósfera, de nicotina. No es tarde, las siete menos veinte, hay gente en las mesas, juegan al mus, charlan, discuten, gritan, pero la barra está ya despejada. Se acerca decidido a la máquina expendedora para sacar un ticket. Quiere un buen café. Necesita despejarse para escribir el ensayo. Tintinea con los dedos mientras espera que se imprima. Lo recoge y gira sobre su propio eje para dárselo al camarero y confiarle un recuerdo de su infancia:
―Me gustaba tomar el café con doce cucharadas de azúcar. Ahora, en cambio, no.
―¿Algo más? ―le responde.
Coge el azucarillo y antes de abrirlo se le cae. Casi lo agarra al vuelo, a media altura, cuando, en ese preciso momento, ve como se acerca una chica con unos zapatos de rayas atigradas blancas y negras a la barra y se coloca, paralela, a cinco metros de él. Había pedido un té escarlata y lo tenía sobre la mesa.

La chica sonríe, le mira a los ojos, sonríe un poco más, se toca la comisura de los labios y le dice:
―Sí. El color de mi té es muy curioso… ¿Verdad?

III. Presto ……………………………………………....………....226 palabras

Con un golpe seco de muñeca abre la puerta y se mete en la cafetería. No puede esquivar el olor a fritanga. Se encuentra de repente en el meollo de la vida universitaria. En el corazón de las tinieblas. Consigue llegar a la barra tras sortear a más de un despistado que se ha parado a charlar justo en el lugar más inoportuno. Intenta aislarse del bullicio, concentrarse en lo que tiene que escribir a continuación y para lo que apenas le quedan dos horas. Son casi las siete. Necesita un café. Ya. Se mete la mano en el bolsillo y busca una moneda. Percute con ella la ranura de la máquina hasta que cede y deja que se introduzca. Se acuerda de su infancia. Qué tiempos.
―Déme un azucarillo. Se le ha olvidado ponérmelo ―apremia al camarero.
―¿Algo más? ―le responde.
Cuando lo va abrir se le cae al suelo. Se agacha y justo en el instante en el que lo caza ve como una chica con unos zapatos de rayas atigradas blancas y negras se coloca, paralela, a cinco metros de él. Tenía un té escarlata ya frío sobre la barra.

La chica sonríe, le mira a los ojos, sonríe un poco más, se toca la comisura de los labios y le dice:
―Sí. El color de mi té es muy curioso… ¿Verdad?