Confesiones de un país comedor de opio
Buk vive en un país tan ilustrado, con una conciencia democrática tan elevada, con un sentimiento de pertenencia al Welfare State tan arraigado en su fuero interno, España, que allí el opio del pueblo no es la religión, ni el fútbol, ni las tapas. No. Allí el opio del pueblo es la política. En sus diferentes manifestaciones. Desde la más tribal, rudimentaria y primitiva, propia de sociedades decimonónicas: el nacionalismo (búsquese en Google ‘reformas estatutarias+España’), hasta la más civilizada, pulida y moderna, aunque traumática, propia del estadio de civilización más avanzado: el terrorismo (búsquese ‘Eta+Alto el fuego+España’).
El colocón es tan grande que no lo resistiría ni Thomas De Quincey. Prueben a meterse en un ascensor. Hasta el contertulio más ordinario, con el contrato más precario o en su defecto beca, con una hipoteca cincuentenaria y unos hijos que se disponen a recibir una educación para simios (eso sí, en varias lenguas; eso sí, ninguna será el inglés), mejor dicho, sin hijos, que hay que mantenerlos, pero con la posibilidad de veranear en unas costas donde ya no quedan ni bacterias unicelulares, hasta ese señor, sí, no le hablará del tiempo. Le expondrá las divergencias entre un estado autonómico y uno federal o, por ejemplo, los coadyuvantes en un proceso de tensiones centrífugas.
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