Rostro de mármol
«Llego tarde, 15 minutos tarde.» De pronto, endurece la mirada y aminora el paso. La luz halógena de una farola acentúa las ojeras cárdenas en su rostro de mármol: «¿Hace cuánto tiempo? ¿Hace cuánto de esta vejez? Me siento mayor, apagada. Tengo 28 años y me siento vieja. ¿Por qué? ¿Y en qué momento preciso dejé de sentirme joven? El intervalo entre un sentimiento y otro es pequeño, pero ¿cuándo? El día que cumplí 27, recuerdo, qué gran fiesta en La Cíngara, ese día me veía toda una veinteañera. Joven, sin taras. ¿Y hace tres meses, cuando cumplí 28? No, ya era otra, me sentía vieja. Quizá este trabajo, que me está consumiendo poco a poco. Las facturas, el alquiler del apartamento. ¿Paolo? ¿Nuestro amor; nuestra indolente y bonita rutina de perezas?»
Se para. Abre su bolso, busca un cigarrillo y empieza a fumar. El rumor sordo que fabrica la ciudad cuando se está despertando puede con el silencio. Ensimismada, se sienta en un banco forrado con una leve pátina de hielo.
«El día que cumplí 27 años ―piensa con la mirada perdida―, tenía el mismo trabajo, las mismas facturas y la misma rutina de perezas. ¿Cuándo, entonces?»