viernes, octubre 07, 2005

De nada



La lucidez de los genios. Hojeo ‘La insoportable levedad del ser’, la novela más significativa y conmovedora de su edad, y me encuentro con esta lapidaria afirmación

“La novela no es una confesión del autor, sino una exploración de lo que es la vida humana en la trampa en que hoy se ha convertido el mundo”

Cuando, en breves momentos, la academia sueca anuncie el Nobel de Literatura de 2005. Cuando un atildado y enjuto y gafotas académico sueco pronuncie “Milan Kundera, por su contribución...”. Cuando por fin desaparezca este eclipse anular “en forma de gran ano celestial” de la faz de la república de las letras, los dedaístas, conocedores gracias a un pajarito de la buena nueva, estaremos ya brindando y saltando y gritando y duchándonos con espuma de cerveza.

Mientras tanto, un cuento, para que se vayan a la cama a soñar. Ese cabroncete de Italo Calvino, que perdió la cabeza en sus últimos libros al imprimir un giro borgiano a su obra, conservó, no obstante, un punto de sensibilidad y rescató del olvido la leyenda de Carlomagno en su labor de transcripción de los cuentos populares italianos. El autor de ‘La especulación inmobiliaria’ (título originalísimo donde los haya que seguramente evoque la noción que tenía Borges del amor y los abrazos y los besos) recoge en ‘Seis propuestas para el próximo milenio’ este hermosos episodio

“El emperador Carlomagno se enamoró, siendo ya viejo, de una muchacha alemana. Los nobles de la corte estaban muy preocupados porque el soberano, poseído de ardor amoroso y olvidado de la dignidad real, descuidaba los asuntos del Imperio. Cuando la muchacha murió repentinamente, los dignatarios respiraron aliviados, pero por poco tiempo, porque el amor de Carlomagno no había muerto con ella. El Emperador, que había hecho llevar a su aposento el cadáver embalsamado, no quería separarse de él. El arzobispo Turpín, asustado de esta macabra pasión, sospechó un encantamiento y quiso examinar el cadáver. Escondido debajo de la lengua muerta, encontró un anillo con una piedra preciosa. No bien el anillo estuvo en manos de Turpín, Carlomagno se apresuró a dar sepultura al cadáver y volcó su amor en la persona del arzobispo. Para escapar de la embarazosa situación, Turpín arrojó el anillo al lago de Constanza. Carlomagno se enamoró del lago de Constanza y no quiso alejarse nunca más de sus orillas.”